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Ella estaba sentada sobre sus rodillas, formaban una imagen deforme, como algo grande a punto de derretirse sobre los bordes de esa pequeña silla. Ella miraba al frente, y él la miraba a ella. Compartían un cigarro como autómatas, dos caladas para él, dos para ella.
Al caer la noche apagó el celador la luz del museo, y ella se inclinó para traspasar el humo hasta sus labios. Le habían borrado la boca. ¡Devuélveme tu boca! – aulló - ¡necesito comerme tu boca! ¡dame de comer!.