Descalza


Deambulo en mi habitación como una loca.
Veo a mi triste sombra seguir inútilmente mis pasos.
La sorprendo besándome el tobillo.
Y por un momento, me río de mí misma
mientras continúo mis pasos sin sentido.

viernes, noviembre 03, 2006

Disparo IV

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Karla tiene una memoria letal. Esa clase de recuerdos en 3D x 5 sentidos.

Karla consigue dominarla a su antojo durante el día a cambio de dejarla campar a sus anchas y rencores cuando Satán se apodera de su insomnio en la duermevela. Ambas alcanzaron un pacto hace ya tiempo, y aunque no lo parezca las dos son mujeres de palabra. Karla lega los mandos certeros y mortíferos de los que hace tan buen uso y abuso en cuanto se escurre entre las sábanas. Y a Karla siempre le ha costado mucho cazar un sueño rápido y placentero. La memoria es una vieja zorra, con un sistema aleatorio que ora la flashea con la última conquista de su venganza, ora la martillea con los susurros al oído del pequeño Marcos, aquella forma con la que le ordenaba recitar la última lección de sus particulares clases de caligrafía, dibujo y matemáticas. Todo era susurrable en su universo privado de profesora y alumno. En su cama, Karla no necesita cerrar los ojos para re-sentir el olor a tigretón que emanaba la boca de su amigo aquella tarde del 9 de septiembre en la que por primera vez él alargó ese centímetro de más –ese límite no permitido- la punta de su lengua hasta rozarle el pabellón superior izquierdo de su oreja infantil. La tarde de su primera bofetada. Karla reaccionó con la agilidad que le caracterizaría toda la vida –malentendida con el tiempo y la edad como precipitación- como un resorte se giró y le estampó los dedos, los cinco de su mano derecha. Se los tatuó como un recordatorio: él ante todo le debía sumisión y obediencia. La iniciativa debía seguir llevándola ella si él quería seguir gozando de respeto y nombre en el patio del colegio.

Marco tenía ocho años y Karla cinco, cuando éste aterrizó en el vecindario, puerta con puerta 5ºA-5ºB del número 11 de un barrio a las afueras de la ciudad, era ya la sexta mudanza de su corta infancia. Marco era un niño morenazo, espigado y guapo, con el pelo demasiado largo y descuidado para los usos de la época. Caminaba siempre con las manos en los bolsillos- hasta cuando corría- y se le despistaba, casi diario, la obligación de atarse los cordones de las playeras. Sin embargo nunca se tropezó o al menos nunca nadie le vio caer por culpa de este detalle, éste secreto sumaba puntos a su aura de misterio que unida al dominio de todas las prácticas deportivas, le convertían en el objeto de suspiritos y corazoncitos en las puerta de los baños o en las carpetas clasificadoras de Mc Giver de la mayoría de las niñas desde primero a quinto de EGB, incluido entre ellas –que se supiera al menos- el rubio Fabián. Karla era… digamos de momento que Karla era simplemente una niña regordeta. Para cuando ambos cumplieron nueve y seis - pocos meses después-, en el caluroso julio del mundialito del 82, eran inseparables. Ella por él renunció al cromo nº27 –el de Nueva Zelanda-, el último y más difícil de la colección de Naranjito, para regalárselo huérfano y perdido dentro de la caja de cartón del primer televisor en color que entraba en su casa. Él a ella le regaló horas de practicas con la muñeca de su hermana pequeña –una grotesca cabeza tamaño “natural” de melena rubia platino y ojos azules imposibles cercenada por el cuello-. Era una sorpresa, pero ella le adivinó en cuanto se presentó en su casa a la hora del desayuno, su relación nunca fue pródiga en palabras. Le hizo esperar paciente y silencioso sobre el taburete mientras se demoraba con sus cereales, anticipándose, deleitándose en las horas siguientes. Sentada en el retrete se dejó cepillar una y otra vez y otra y otra más su indomable melena. Quién sabe cuánto hubiera durado el rito mecánico y metódico si su madre, la de ella, no les hubiera interrumpido a gritos y golpes contra la puerta para que abrieran el quisquete del cuarto de baño, asustada una vez más por las horas que pasaban encerrados. Bajo la atenta y desquiciada mirada maternal Marco peinó por primera vez a Karla. Por ella había aprendido a trenzar la coleta que ella lució durante todo el día con la cabeza bien erguida, si alguien le preguntara ella hoy nuevamente aseguraría que ese día creció dos centímetros de placer.

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